Reminiscencias

Sergio, habitante tradicional de la Avenida Caracas en Bogotá, recuerda cómo la vio succumbir a los intereses mediocres de movilidad de Pastrana y Peñalosa.

Tenía un año cuando dejamos Medellín y nos vinimos a vivir a Bogotá. Con el propósito de que mi padre trabajara y mi madre estudiara medicina, llegamos al barrio La Soledad, en el centro de la ciudad, donde vivimos hasta que yo tenía tres años y viajamos a los Estados Unidos, donde vivimos hasta que tuve seis. De regreso en Bogotá llegamos a vivir al barrio Palermo, en un edificio particular bogotano de esos de finales de los 50 o principios de los 60 con apartamentos amplios de piso de madera, de los que hoy casi no se ve en los hogares de clase media profesional, con chimenea, techos altos, habitaciones amplias, puerta principal y puerta para la empleada, que por cierto estaba bloqueada o por lo menos nosotros nunca la tuvimos activada.

Era el comienzo de los 70 y mi habitación quedaba sobre la Avenida Caracas o Carrera 14, por lo que todas las mañanas al levantarme para el Colegio podía ver en primer plano la hilera de arboles que se desplegaba a lo largo de la avenida, como unas pinceladas de verde profundo que recorrían la ciudad de sur a norte, y que luego serian talados en su mayoría durante la alcaldía de Andrés Pastrana para construir la horrible troncal de buses. Para el 89 ya no vivíamos en Palermo, vivíamos en ese recodo de verde que es La Macarena, contraste que hizo más evidente la pérdida de la Caracas de mi niñéz. Utilizar la avenida a píe, en bicicleta o tomar transporte en la troncal era una experiencia deprimente, los paraderos eran estéticamente horribles, había unas cercas de hierro cuyas puntas eran ofensivas a la vista y a la dignidad y que hacían de la que otrora fuera una hermosa avenida verde una gélida, gris y agresiva arteria de la ciudad capital.

Cuando bajo la primera administración de Enrique Peñalosa se entrego la primera línea de TransMilenio que prometía renovar la Caracas, inmediatamente se vieron las carencias de la obra. Las lozas de inferior calidad, las feas estaciones que parecían más unas jaulas que otra cosa, la pobre señalética de las estaciones, la falta de baños públicos en los portales y la ausencia de una campaña de educación para el uso adecuado de este nuevo sistema de transporte urbano y de normas para una mínima urbanidad. No fue como si nos entregaran el sistema a la ciudadanía, fue como si nos soltaran a todos, sin direcciones, dentro del mismo y ‘cada quien por su lado’, a diferencia del Metro de Medellín, para cuyo uso se educo a la ciudadanía previamente a lo largo de un año a través de medios impresos y televisión. Las comparaciones son feas, sin embargo hay que utilizar ambos sistemas para darse cuenta de la diferencia de actitud de los usuarios.

Ahora, aquí en este efímero presente, nos enfrentamos a la decisión terca y obstinada de un Burgomaestre que de visionario y de arquitecto de ciudad y sociedad no tiene un ápice. Cuatro años previos de su gobierno debieron ser muestra suficiente, sin embargo valieron más otras consideraciones para el electorado bogotano para embarcarnos en este desastre de administración, gracias en parte a los errores de las administraciones previas. Hoy estamos ante la posibilidad de que una de las carreras icónicas de la ciudad, no las más verde de todas, no la más ancha de todas y sin embargo una de las más transitadas de todas y sobre cuya área de influencia se desarrolla la mayor parte de las actividades laborales y culturales de los bogotanos (en especial en la localidad de Chapinero), la Carrera Séptima, esa vena con necesidades de arteria, sea acogotada de smog, pesados e ineficientes buses articulados, estrechas e incomodas estaciones por parte del Alcalde Enrique Peñalosa, en su afán de acomodar la ciudad a su modelo de negocios en vez de pensar la ciudad por lo menos con cien años de proyección; eso en el continente de Machu Pichu, Tikal, Kuchumu Burikuta, mejor conocida como Ciudad Perdida, Teotihuacan y otras grandes ciudades antiguas que aun están en pie.

Es inadmisible que quienes vivimos en Bogotá, propios, adoptados o temporales, tengamos que aceptar las erradas decisiones de un burgomaestre que no tiene en su horizonte una ciudad para los bisnietos de la siguiente generación, incluso para los bisnietos de las abejas, los colibríes, las zarigüeyas, los perros, los gatos y demás habitantes del entorno de la ciudad capital. Siempre he pensado que Bogotá se merece más, pero eso lo dejaré para posteriores ocasiones.


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